IGLESIA SANTO DOMINGO

Su construcción, de estilo plateresco y mudéjar, data del siglo XVI. En el interior del templo se encuentran valiosas estructuras, como el altar mayor neogótico, que fue colocado a finales del siglo XIX por dominicos italianos. El techo de la iglesia, de estilo mudéjar, cuenta con pinturas de mártires de la Orden de Santo Domingo.

La cubierta de la nave central está compuesta por una armadura apeinazada de par y nudillo, recubierta en el interior por piezas de lacería. Una de las joyas barrocas del siglo XVIII que se cuida celosamente es la Capilla del Rosario, esta constituye un baluarte de la arquitectura de Quito.
La devoción del Rosario, difundida por los dominicos en América, caló profundamente en el alma de los quiteños, contruyéndose una capilla aparte para albergar la imagen que según la tradición, estaría obsequiada por Carlos V a la ciudad. La capilla se construyó sobre un arco para evitar el cierre de la Calle de la Loma Grande. Su retablo de indudable carácter barroco, debió construirse en las primeras décadas del siglo XVIII y tras él, se encuentra el "camarín" de la Virgen con profusa decoración mural. Evangelista. En la iglesia de los jesuítas se destacan dos grandes etapas de construcción: la primera, netamente arquitectónica, va de 1605 hasta 1670, más o menos, y la segunda, en la que se ejecuta la fachada y los retablos, que va desde 1722 hasta 1765. 
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Hemos dejado atrás esa joya del arte que es La Capilla del Postulantado. Ella ha vuelto ha cerrar sus brillantes ojos. La salida esta a la vista, detrás de la oculta puerta, aparece en todo su esplendor, cual un oasis, en pleno centro de Quito, el patio central del Convento simétrico, gótico, unas hermosas y largas palmeras, aparentan atisbar el paso del tiempo por la calle vecina, mientras en la pileta, el agua canta y las avecitas del jardín, dicen el el coro, una sinfonía de naturaleza. España, nos viene a la memoria, y es que la llevamos dentro: Sevilla, Salamanca, Granada. Arte, puro Arte, es, aquí y allá, por doquier. La arquitectura de las Catedrales y los Conventos, está trazada para honrar al Gran Arquitecto del Universo. El eco de nuestras pisadas, rompe el silencio que se ha hecho, cuando los alumnos del San Fernando han vuelto a sus hogares, y, se nos permite mirar la sacristía, el lugar donde han de prepararse todas las liturgias y el rito de la misa. Llegado aquí, el sacerdote entra en línea directa con la ceremonia y su Dios. 
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Destacan en este reservado lugar, los cuadros de las siete plagas de Egipto, de Francisco y Vicente Alban, obras del siglo XVIII. La tarde nos apresura, se enfría, las paredes, como que toman forma viviente. Al acceder a la Capilla del Rosario del Siglo XVII, recubierta de pan de oro y laminillas de plata, La Matrona de los Dominicos, desde su privilegiado sitio gobierna todo cuanto sucede en su rededor. Su altar, esta justamente sobre el primer paso a desnivel que tuvo la ciudad de Quito. El famoso Arco de Santo Domingo, que llega hasta el Barrio de la Loma. La Virgen tiene su propio camerino, allí, la visten y le ponen sus joyas, es la Reina del Lugar. Esta acompañada de su madre, que aparece en una imagen única: Santa Ana, esta embarazada, obra inigualable, casi viviente. Por entre ese olor especial de los cementerios nuestro guía José Luis, nos lleva hacia las criptas, que atraviesan toda la iglesia. 

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La torre del reloj

Llegamos, literalmente agachando el lomo, porque de hinojos hay que pasar para mirar como funciona este instrumento del tiempo. Los anfitriones, están dormidos para siempre, ubicados en un laberinto de color cadáver. Varias cajas se han abierto, son exhumaciones no concluidas. Pensamos: que a nadie se le ocurra apagar la luz. Podemos tropezar. Una cabeza momificada, llama la atención de nuestro compañero de jornada, el fotógrafo de este diario. Raúl. El silencio, es sonoro, a muerte, que nos pone a cavilar andando. Hay que vivir la vida todos los días y es mejor no dejar nada para mañana. 


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Del subterráneo mundo emergemos, no sin antes, reparar en una tumba de 1833, de un cristiano de apellido Egas, las hay más añejas, pero nos esperan las alturas. Nuestro objetivo esta en el reloj, en las cúpulas, en el techo mismo de la iglesia principal. Literalmente cerca del cielo, por lo alto y por lo bello: el artesonado monumental. Pero el camino a las cumbres no es fácil, hemos de superar unas gradas que parecen imaginadas por Gaudi, por aquello de lo caracolinas, estrechas, de madera rustica, que nos parecen interminables, que solo permiten un individuo a la vez, precarias y de miedo. Nos atrapan en los intestinos de la Torre del Reloj, todos tenemos la respiración acelerada. Es un reto que concluye con el escalón setenta, en los dominios de la campana mayor de la iglesia, una señora cuya cintura un metro de diámetro a la circunferencia, y de aguda voz, que se escucha en un rango de dos kilómetros. La campana tiene companero es un reloj alemán, de 1921, cuyo mecanismo trabaja en un sitio estratégico de la Torre más alta del Templo. Sesenta metros o mas nos separan del frío suelo. Llegamos, literalmente agachando el lomo, porque de hinojos hay que pasar para mirar como funciona este instrumento del tiempo. Pero de subir, aun nos queda. Una tentadora ventanilla, indiscreta nos provoca a ascender un poquillo mas, para también de rodillas, arribar a un balcón improvisado que se sostiene en el aire, desde el cual miramos por los cuatro costados a nuestra bella, única y grandiosa ciudad de Quito: eterna, orgullosa, histórica y moderna. Estamos cerca del cielo: el panecillo casi nos ha guiñado el ojo y el Pichincha adusto, nos advierte: hay que bajar, el viento empuja, de la caída y del precipicio nos separa una varilla corroída. La torre se adorna en el exterior, con unos platos de cerámica azul, que en ella están incrustados. La comida de los frailes se servía en ellos. Son un testimonio casi invisible al ojo humano. El recorrido va terminando, lo que cambia nuestro animo. Caminamos las cúpulas de la Iglesia, siempre en compañía de José Luis Ruiz, el guía de las alturas conventuales, quien nos, conduce por una plataforma que sirvió de anden a los restauradores del artesonado mudéjar del techo de la Iglesia principal del templo. Trabajo, sin par, un rompecabezas, incrustaciones de madera, en el que las piezas están pegadas por la presión que una ejerce sobre otra. Portentosa tarea. No se la puede mirar desde abajo, ya el Municipio inexplicablemente no retira la plataforma, desde hace dos años, lo que impide a los Quiteños y visitantes disfrutar de tanta belleza junta. (SIC)

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